miércoles, 21 de septiembre de 2011

Amanece en Asturias, que no es poco



Amanecía en Asturias en el día de nuestra partida, detrás de las ramas más valientes y los montes tempraneros, surgía una bola de fuego que lo teñía todo, que hacía refulgir a las nubes aportando colores ocres al desaparecido negro del cielo.


En segundos todo se empezaba a vislumbrar, las sombras se apropiaban de colores, y la nada tomaba formas materiales, el cielo clareaba y mi temprano madrugar me había permitido ver el último amanecer de un verano que se acababa ya para nosotros en Asturias.


El día se levantó triste, enfrente de casa, entre lo azul y lo blanco, las nubes tomaban los montes, bajando por sus laderas como una bufanda en los días fríos. En el ambiente, un húmedo respirar que potenciaba todos los olores de la naturaleza y te hacía sentir la hierba desde el quicio de la puerta.


Las casas a esa hora se tornaban más tristes que nunca, sus tejados naranjas brillaban por el rocío, los tejados viejos, ni eso, las ventanas formaban ojos en las casas y los balcones narices, y como en el dibujo de un niño parecían caras que te podían hablar y contar, en cualquier momento, cómo les había ido la oscura noche.


Caminé hacia la carretera, quería hacer mi último paseo matutino y me encontré con la verde casa que se enfrenta a la carretera y que me guiñaba un ojo, ni coches pasaban a esa hora. Mientras, por detrás las nubes seguían tapando lo más alto de las montañas, amenazando lluvia, amenazando con llorar pronto.


Más cerca todavía, sobre el pilar que marca la esquina, un jarrón vetusto, sin corona ni flores, parecía esperar del cielo, su líquido manjar. En todo, las huellas de la humedad, que como arrugas en la piedra marcan el paso del tiempo, la llegada a la vejez.


Pasando la carretera se veía la humedad, el imperio verde alimentado por las gotas, detrás de unos árboles nuestra casa, defendida por la naturaleza. Miraba el camino como la meta final que lleva a un tesoro, y no me equivocaba.


Junto a ese camino, reposo y oración, un triste banco verde inclinado hacia la religión, y una cruz en un pedestal con subida de escalera y con mantón de hiedra detrás. Nunca me he sentado en ese banco, creo que me da respeto, o tal vez simplemente sea miedo de que se me caiga la cruz encima.


Sobre la cruz un mensaje que me avisa de mis miedos, un mensaje que en clave me anuncia lo que me puede suceder. Es la cruz primera, la que marca las caídas, la que se olvida de los triunfos para reflexionar en el dolor de la Semana Santa.


Un poco más adelante la "casa estrecha", una casa que han acabado este año y que nos tenía intrigados con tantas puertas de entrada, al final son tres casas unidas por la misma estrechez, unos nuevos vecinos que ignoran su entorno, y que más que un agosto, han vivido un angosto.


De vuelta a casa, nada había cambiado, las nubes, si cabe, todavía más bajas, tocaba empezar a recoger todo para reanudar la vuelta a casa, que corto se hace el tiempo de vacaciones, el cuerpo y la cabeza se acostumbran a hacer todo lo que casi no pueden durante el año, y perder ese hábito no es bueno, pero el tiempo es inexorable, y mientras en mi mente lloraba por la partida, en el cielo empezaba a llover. Adiós Asturias, hasta la próxima.

2 comentarios:

  1. Es verdad, el día estaba muy gris, como gris estaba nuestro ánimo, se acababan las vacaciones, y había que regresar.
    Y así fue, tan gris estaba el día que acabo lloviendo, o llorando porque nos íbamos (quién sabe).

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