lunes, 7 de noviembre de 2011

Llanes al cubo



En Llanes el mar se mostraba tierno, acogedor, ni pelea presentaba a su espigón, sus cubos, parapeto de oleajes, esperan húmedos los días que vendrán de otoño. Los barcos rasgan el mar, entre blanco y azul, acortando distancias, pescando tesoros.


Los cubos de abajo, a ras de mar, protegen a los cubos de la memoria, incipientes en el lado izquierdo, la sal puja por sus caras que el agua erosiona, acantilado artificial de humanos deseos que intenta parar el mar.


Arriba, otros cubos, sin memoria ni sal, se muestran neutros, esperando deseos, esperando vida. Blancos de ideas, bloque de hormigón que esperan sobre la escollera del puerto, fugas imposibles en lienzo roto que quieren hablar.


Mientras paseamos por encima de ellos, cruzando miradas e inclinando cuerpos, en busca de escorzos ocultos por Ibarrola, el mar sigue poniendo banda sonora a un día magnífico de otoño.


Frente a la escollera, las murallas que protegen a la villa, viejos cañones inutilizados, de metales fraguados en madera con ecos de rugidos de antaño. Protagonistas de asedios y batallas en la costa. Esplendor de otros tiempos, cuando la villa miraba al mar y veía partir sus naves hacia lejanos mares, en busca del bacalao de Terranova.

De su gremio de mareantes nacía la fuerza de un puerto, nacido para pescar y obligado a pelear. Marineros de gran pericia  y valentía en la pesca de ballenas, en sus propias aguas. Días de triunfo cuando a las costas arribaba un cetáceo muerto a arponazos, carne de ballena para las casas, y entrellices y mondongos a la plaza del pueblo. En venganza de sus aguas ya no nacen bufíos más que en la costa, y por las piedras.


El puerto nuevo, en una parte ya se mostraba casi finalizado, con sus postes negros rematados con sombreros amarillos y que guían en altura las subidas de la marea, que acompañan y protegen junto a los futuros barcos y barquitas que allí aparquen.


Junto a la línea del mar siguen las obras, destapando lo que luego nunca se ve, hurgando en las profundidades de un mar, al que ni cosquillas hacen, un mar que está deseando que acaben de perturbar su sueño.


Las gaviotas, o gaviolas que decía de pequeño, asisten como espectadoras de lujo a tanto movimiento y trajín, seguro que desean que vuelva la paz, tanto o más que los propios vecinos.


Socias infatigables de los restos de los puertos, acostumbradas a vivir de lo que el hombre tira, mendigan en sus aguas, convirtiéndose en pedigüeñas de subsistencia.


Con la llegada de los barcos pesqueros a un puerto inacabado, se crean espejismos reales de reflejos no inventados, aportando otro punto de vista entre tanta excavadora y martillo neumático. Al pie del barco, marineros y patrones, a la espera del tesoro conquistado, del pescado fresco y aún vivo, arrancado al mar unas millas más allá.



En tierra, casas imposibles de vieja madera conviven con las nuevas construcciones, paredes que se protegían de la lluvia, con listones y tablones que con el tiempo el agua combaba. Ventanas con miradas al mar y trozos de muralla que apuntan en sus lados.


A pie de puerto las casas se comen un torreón de la muralla, como una plaga de ventanas y balcones invaden el pasado tomando por la fuerza lo que en otro tiempo habría costado muchas vidas. Ahora se camufla la historia entre ladrillos y cemento en una villa que quiso enterrar la guerra y el dolor.


La naturaleza, favorecida por la lluvia también toma el pasado, piedra convertida en maceta, verde que nace con espíritu pétreo, y busca el cielo en señal de triunfo. Pasado y vida fundidos en el tiempo que les toca vivir.


Las tiendas abren sus puertas con lo mejor que tienen, ropas y abalorios para los que quieran, madera y telas para los que lo necesiten. Entrar por mirar, que se puede necesitar sin necesidad ninguna.


En mi supermercado favorito siguen las cajas descoloridas en su escaparate, anti-publicidad que proponen para no vender, cubos de la memoria azules de color perdido, casadielles en sepia y sobaos con dorados apagados. Lo curiosos es que es un escaparate donde no le da mucho el sol, tal vez tan sólo es una tienda triste nada más.


Al final del paseo en un Llanes que siempre me sorprende contándome cosas nuevas o recordándome cosas viejas, una sidra a tiro de máquina para los que escanciamos con dificultad, zumo de la tierra para saciar mi sed de curiosidad.

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