miércoles, 25 de enero de 2012

De Zaragoza a Belén, un paseo a ritmo de tambor



Retumban las calles de Zaragoza en una mañana de domingo, que a pesar de estar marcada como invierno y ser los primeros días del año, todavía navideños, se muestra soleada y cálida, por un sol que lo ilumina todo. Las calles aún se muestran un poco húmedas, los tejados brillantes, las gentes adormiladas, por el fondo, cerca de la Seo, un ruido conocido de tambores surge desde infinitos ecos a ritmo acompasado, junto a un portal nos acurrucamos a la espera de la llegada de un sonido que cada vez se hace más presente. Al fondo de la callejuela, entre ecos de historias pasadas, de barricadas a la libertada, surge una procesión a cara descubierta, de fuerte color cárdeno que a golpe de tambor se abre paso en la mañana.


Hombres, más mujeres que hombres y niños, ataviados con sus túnicas rompen a paso de bombo el silencio de la mañana, no hay otra forma de verlos que no sea hipnotizado, el color, el ruido, la escena, todo se mezcla para crear una sensación de otro tiempo, un sentir que sobrecoge y cautiva a partes iguales. Pasan de largo de la misma forma en la que llegaron, con ruido, mientras ellos avanzan, nosotros también, y a nuestras espaldas el eco de los tambores se va diluyendo cada vez más.


La plaza del Pilar se muestra luminosa, el sol la baña y solo las losas del suelo transmiten el frío de la fecha, la plaza se encontraba llena de espíritu navideño, puestos, belenes, residencias reales y niños, toda una algarabía de colores y vida en una ciudad que aún bostezaba de la resaca, en las calles próximas, del sábado, la unión de lo sacro y lo profano siempre bien cercana.


Frente al Ayuntamiento, la casa de todos, donde ninguno queremos entrar, puestos dulces, mieles, quesos, pulseras y regalos navideños, todos en unas bonitas casetas de madera como las que se instalan en todas las ciudades por estas fechas. Mucho mirar, mucho pasear y poco comprar, vendedores aburridos, con cara de resignación, parcos en palabras y mustios, que incitan todavía menos a la compra, otros descamisados y en manga corta, acercando sus productos a estos lares.


En un puesto me llaman la atención los llamadores de ángeles, siempre me han atraído, con su esfera redonda de plata o imitación, y emitiendo ese sonido armonioso de campanitas cuando se agitan para conseguir la protección de quien los posee. Cuentan que hace miles de años, en esos tiempos donde sólo habitaban las leyendas y de los que nunca quedan hechos, los hombres vivíamos en contacto directo con nuestros ángeles guías o ángeles de la guarda, todo iba bien hasta que el hombre pecó, con conocimiento y causa, y seguramente sin propósito de enmienda, así que los ángeles tuvieron que dejar de vivir con nosotros, se marcharon apenados y llorando por dejar a los seres que más amaban y les dejaron en recuerdo un colgante para que lo hicieran sonar siempre que los necesitaran. Desde que los vi, cada vez que oigo sonar una campanilla me vuelvo por si acaso veo a uno.


En un puesto un poco más lejano, la gente se agolpa para comprar dulces caseros, entre ellos las célebres rosquillas que todos hemos visto hacer en casa y que ahora las cobran a precio de repostería selecta. Tan sólo verlas me trae recuerdos de la infancia en las que se juntaban mi madre y mi abuela junto a la mesa de la cocina y los fogones, preparaban una masa entre harinas, agua, mantequilla, huevos y anís, cada una se colocaba en su parte de la cadena de trabajo, y mientras mi abuela hacía las rosquillas mi madre las acababa de freir. Ese día era una fiesta, las rosquillas, secas como ellas solas, se convertían en un dulce pretexto de merienda deliciosa a media tarde, que debía acompañarse de un buen vaso de leche con cacao para que pasaran adelante, el resto de los días y las semanas, se acumulaban en un armario pasando del estado dulce al pétreo, y finalizando su periplo abandonadas a su suerte, hasta la próxima vez que el alto mando matriarcal decidía juntarse de nuevo para hacer rosquillas.


Alrededor de la plaza unos burros, unos sencillos burros, que lejos quedan de los videojuegos más sofisticados, hacían las delicias de los niños, que los podían tocar y sentir, viviendo la experiencia de montarlos y ver que se movían sin pulsar ningún botón. Algunos niños se resbalaban por las monturas y sus padres los colocaban como podían, otros se inclinaban hacia los lados haciendo temer lo peor en cualquier momento, pero todos juntos en fila india rodeaban la plaza llenando un poco de realidad ese escenario mágico.


Al otro lado los tronos reales, descansan o esperan a los sueños de los niños, Melchor, Gaspar y Baltasar todavía reposan de un sábado duro, donde un montón de niños les gritaban sus deseos con forma de juguete, uno a uno los subían a sus rodillas y les preguntaban si habían sido buenos, los niños dudaban, ¿buenos según quién? se preguntaban, algunos no podían ocultar la verdad, otros la tamizaban con inocencia infantil. Ahora el guarda que custodia los tronos habla con los niños y con gentileza les dice que ahora descansan, pero que luego vendrán, los niños marchan contentos con sus cartas en las manos y ningún comodín para cambiar.


El Pilar se muestra radiante, con las palmeras y un Belén a sus pies parece una maqueta colosal que llena de dramatismo y pompa lo que a sus pies se vive, sus once cúpulas techadas con sus tejas de colores azules, amarillos, verdes y blancos apuntan hacia el cielo jalonadas por sus cuatro torres. Sobre la cornisa de la fachada resalta la balaustrada con las estatuas de santo que tanto me sobrecogían de pequeño, hoy se ven radiantes y llenas de fuerza, sin claroscuros, con la fuerza para la que fueron diseñados.


La mayoría de las esculturas, siete de las ocho, son obra de Antonio Torres Clavero, escultor poco reconocido, casi olvidado y profesor de la Escuela de Arte y Oficios de Zaragoza, obras que talló en los locales que hay bajo el convento de San Juan de los Panetes, allí les dio forma a aquellos bloques de piedra.


Así lo es San Vicente Mártir, de más de cuatro metros de alto y dos de ancho, santo zaragozano u oscense que era la voz del obispo Valero, siempre representado con la muela de molino en recuerdo de su duro martirio. Ahora nos mira, relajado y tranquilo, asombrado de lo que hacemos debajo.


Le acompaña San Braulio, escritor y obispo de la Zaragoza visigoda, en los tiempos de Chindasvinto y Recesvinto, esos reyes que cuando uno los estudiaba le hacían, y le siguen, haciendo mucha gracia, gran intelectual, escribió en loor a San Millán de la Cogolla y abundantes epístolas a otros obispos de su tiempo. Ahora parece que pasa lista a los madrugadores de un domingo que ya torna a la hora del vermut.


San Valero, festividad que pronto celebraremos, exhibe un libro, a modo de las tablas de los mandamientos, a falta de roscón para degustar. Se muestra serio, como santo patrón que es de la ciudad, fue maestro de San Vicente Mártir, al que tiene de piedra muy cerca, a uno de sus lados. San Valero se dice que era tartamudo, o como gustaba decir entonces, de difícil palabra, lo que hizo que San Vicente hablara por él, llevándose éste el martirio de los dos.


San José de Calasanz, mucho más actual que sus vecinos esculpidos, se refleja como lo que fue, un gran pedagogo, sacerdote y santo oscense, nacido en Peralta de Sal. Fue el fundador de la primera escuela cristiana popular de Europa, a él le debemos los que hemos ido a colegio de curas todos los credos y catecismos que nos teníamos que aprender.


San Vicente de Paul, es la única obra del escultor zaragozano Félix Burriel, discípulo de Francisco Borjas y profesor de dibujo durante muchos años en la Escuela de Artes Aplicadas de Zaragoza, es el más actual de los santos representados, que aunque francés, se codea con sus correligionarios zaragozanos, reflejando su labor docente y misionera, al grito de "los pobres son nuestros amos y señores".


Por los rincones de la plaza todavía quedan restos encantadores de nuestro pasado reciente, de épocas en las que los hostales ofrecían calor y cama a los jóvenes que venían de los pueblos o de otras ciudades cercanas a encontrar trabajo en Zaragoza, en el mejor de los casos, todo dependía de la moralidad de la dueña del Hostal.


A lo lejos una pared se ilumina con un graffiti emulando un grabado de un autorretrato de Goya para informar del Museo Camón Aznar, publicidad velada, sin logotipo y a mano, que tiene mucho más encanto que cualquier cartel de los que en la actualidad exhiben en sus oficinas. Me dejo llevar por las callejuelas de una ciudad, que me conduce sin rumbo, con olor a café recién hecho y con mis ojos mirando de un lado para otro sin parar.


Unos pasos más allá me topo con alguien, que como yo, está objetivo en ristre, los dos apuntándonos para sacar la mejor foto, he de reconocer que él, Eduardo Jimeno Correas, se estuvo más quieto que yo. El pionero cineasta zaragozano y español aguanta estoicamente con su cámara Lumière el buen tiempo y el mal tiempo, con graffitis cercanos y palomas devorando restos de pan, esperando que de nuevo salga la gente de misa del Pilar.


Finalmente y después de andar lo suficiente nos marchamos a tomar unas tapitas y una reconfortante cerveza al Méli-Mélo, para probar su tapa ganadora, verdaderamente excelente, buen ambiente, un poco lleno la verdad, pero justo final para una mañana de domingo de un enero cálido impropio de estas fechas pero que no se puede por menos que agradacer.


Hasta el próximo domingo Zaragoza.


4 comentarios:

  1. Me sigue asombrando cómo de un paseo mañanero de domingo, en muy buena compañía, por cierto, puedas escribir tantas cosas y tan interesantes. Tu visión de la vida es impresionante. Me encanta (no sé si te lo he dicho alguna vez).

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    1. El que sean interesantes lo hacéis gente como tú. Y por cierto, si me lo habías dicho no me acuerdo. No me importa volverlo a oír.
      Gracias guapa.

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  2. Fíjate, yo juraría que estaba en el mismo sitio y a la misma hora y día, y no me percaté ni de la mitad de lo que has descrito.
    Hay que ver qué elemental soy.
    Precioso el azul del cielo de ese domingo: limpio, intenso y brillante.

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    1. La compañía fue lo mejor, sin vosotras que poca cosita soy.
      Un abrazo con sabor a tiramisú muy grande.

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