jueves, 23 de febrero de 2012

23F, el Sr. Julián, la primavera del Corte Inglés y yo a la cama



Era un 23 de febrero de 1981, había sido un día de lo más normal, quitando que era lunes, claro, por la mañana a levantarse a duras penas, después del fin de semana pasado y el dolor de corazón de tener que volver al colegio, con un examen de Química de por medio, lo que me hacía llevar las valencias de los símbolos químicos desvariando por mi cabeza. Desayuno de Cola-Cao sin batir bien, que siempre me ha gustado ese polvillo que se queda al mezclarlo con la leche fría, el mini bocadillo en un papel de aluminio y pertrechados con las carteras y libros correspondientes camino a Salesianos, a mi clase de 7ºB.

Ya en clase, las primeras horas eran tediosas, costaba tomar el ritmo, y había que practicar la ocultación para evitar que me pidieran los deberes, luego el recreo, a jugar en el patio, en aquel campo de gravilla atroz para las pantalones en el que discurrían más de diez partidos de fútbol a la vez, después vuelta a clase, examen de ciencias con D. Máximo y las valencias que parecían números de lotería, sudor y frío mientras rebuscaba en mi mente respuestas y mucho miedo a equivocarme, después a casa a comer.


Allí nos esperaba nuestra madre que atusaba nuestros pelos sudados y mal peinados antes de ponernos a la mesa, arroz a la cubana de primero con tomate Orlando y un huevo frito encima, que en aquel entonces los odiaba, ya que no me hacían la clara muy hecha, cosa que descubrí posteriormente, y de segundo unas costillas de cerdo fritas con pimientos, todo muy suave y digestivo para volver a la tarde al colegio, sin apenas parar, vuelta a clase para las últimas clases del día, después de las mismas, vuelta a casa para hacer los deberes. Hasta aquí había transcurrido un lunes de lo más normal, sin cambios, sin nada extraño que no fuera el examen de los símbolos químicos, y la suerte de haber superado un odioso lunes.


Llegamos a casa y tras merendar un poco mi hermano se metió a su cuarto a estudiar y yo al mío, en teoría a lo mismo, pero lo primero era ponerse a dibujar disimuladamente entre los libros de lengua e historia por si entraba mi madre. De repente la calma se tornó en nerviosismo, sonó el teléfono y mi abuela, siempre pendiente de su radio y de Elena Francis, acababa de oír que un guardia civil estaba dando un golpe de estado en el Congreso de los Diputados. Los gritos y respuestas nerviosas de mi madre nos alteraron y mi hermano salió de su sitio de estudio y yo, de mi sitio de dibujo. Mi madre estaba nerviosa, encendió la vieja tele en blanco y negro, y todos nos quedamos absortos al ver los avances de los telediarios y de que algo muy raro estaba pasando.


Pronto se cortó la emisión y los especiales informativos dieron paso a minutos musicales, y en penumbra todos nos dirigimos a la cocina en busca del transistor viejo para escuchar la radio. Mi padre se encontraba trabajando fuera, creo que en el País Vasco, lo que todavía hacía preocupar más a mi madre, y se le hacía muy larga la espera hasta la llamada de las diez de la noche. Para nosotros era algo extraño lo que estaba ocurriendo, no parecía ni real, para mi madre se tornaba doloroso, se le venían encima muchos recuerdos, muchas historias contadas y muchos pesares que ya creía abolidos de su vida, y que en absoluto nos los deseaba a nosotros.


Tras escuchar la radio durante un buen rato, en la que ninguno decíamos nada, mi madre tomó una decisión, bajar a preguntarle al Sr. Julián que le parecía lo que estaba pasando. El Sr. Julián era un hombre mayor, de palillo en boca, cara grotesca y berrugas en la cara que competían con su gran nariz repleta de puntitos negros, el Sr. Julián era ex-guardia civil, y mi madre pensó que su opinión sería buena, o que tal vez estar cerca de él nos garantizaría seguridad. Bajamos todos por las escaleras alfombradas de casa y llamamos a la puerta del Sr. Julián, el sonido de los nudillos sobre la puerta sonó más fuerte que nunca.

Nosotros nos pertrechábamos a las faldas de mi madre buscando seguridad y cobijo, la puerta se abrió emitiendo sonidos quejumbrosos y tras la puerta estaba la Sra. Valeriana, la mujer del Sr. Julián, una mujer pequeñita, de pelo muy blanco y loco, de los que van por libre, de gafas de cristal bien gordo que le obligaban a acercarse mucho a las cosas para verlas bien, lo que nos permitía, cuando nos miraba a mi hermano y a mi para distinguirnos, percibir sus largos pelos negros que marcaban su bigote, también era bastante sorda, lo que obligó a mi madre a deletrear cada palabra del motivo que nos llevaba a toda la familia a irrumpir a esas horas de la noche en su casa.


Tras entendernos a duras penas, nos dejó pasar, de la puerta se entraba directamente al salón, si es que podría llamarse así a una estancia cuadrada, en la que una mesa grande y pegada a una de las paredes ocupaba casi la mitad del recinto, al frente el acceso a la cocina y por puerta una tela a modo de cortina, enfrente de la mesa ropa colgada y una radio muy vieja, que no podía tener más cosas ni encima, ni a los lados, junto a la pared sobre la que estaba pegada la mesa, dos sillas torneadas, que abrían paso a dos habitaciones, que por suerte tenían las puertas cerradas.

En la silla que quedaba más a la izquierda siempre estaba sentado el Sr. Julián, bueno, más que sentado, repanchingado sobre la dura madera, ya pulida de la silla, su palillo en la boca viajaba de lado a lado haciendo sus palabras bastante inteligibles, y más, teniendo en cuenta que su voz era ronca y profunda. Siempre vestía en camiseta de tirantes blanca, independientemente de que fuera invierno o verano, eso sí, tupida en invierno y de rejilla en verano, pero de tirantes, que de tanto uso daban de mucho de sí y se caían por su propio peso, llevaba pantalón de vestir bien grande, apretado con un cinto de mucho recorrido que se elevaba hasta donde comenzaba la curva de su tripa.


Pasamos todos al mini salón, llenándolo por completo, la Sr. Valeriana se sentó en la silla que quedaba a la derecha, descompensando toda la escena, entre ellos dos un cuadro muy antiguo con la última cena se inclinaba hacia adelante peligrosamente, permitiendo ver la suciedad de la pared. El Sr. Julián había estado oyendo la radio, y poco le inmutó nuestra presencia, mi madre tomó aire y le lanzó la pregunta de la forma más educada que pudo. El Sr. Julián se rió, y apunto estuvo de perder el palillo, aquella sonrisa socarrona no sé si me dio más miedo o más alivio, —"ése, ése es un don nadie"– aseguró, –"no te preocupes, Maribel, que esto no es nada, si hubiera ido en serio, se habría hecho de otra forma"–, sus comentarios duraron un poco más, pero siempre le daba vueltas a lo mismo.

Aquella tranquilidad con la que nos contestó nos alivió a todos, nos dio seguridad, aunque todos nos fuimos creyendo que ese hombre que era nuestro vecino parecía que sabía más de lo que aparentaba, les dimos las gracias y pedimos perdón por la interrupción, y mi madre le dijo a la Sr. Valeriana, que ya estaba empezando a dar cabezadas y quedarse dormida, que no se levantara que ya cerraba ella la puerta. Volvimos a subir las escaleras con otro ánimo, mientras en Valencia los tanques habían salido a la calle y el estómago se me encogió un poco al recordar las valencias de mi examen y lo mal que me había salido, pero eso era algo que todavía no debía contar a mi madre.


Mientras, los periódicos bullían por la noche sacando ediciones especiales y los del Corte Inglés se apresuraban a sacar un anuncio comunicando la llegada de la primavera, que no dejaba de tranquilizar bastante, entre las noticias de los golpistas. Aquella noche cenamos algo suave y, mientras en la tele el rey daba un discurso de esperanza, todos esperábamos en el salón la llamada de mi padre, una llamada que se hizo más eterna que nunca.

Por fin el teléfono sonó, mi madre lo primero que hizo fue echarle la bronca por no llamar antes, le preguntaba si no sabía lo que estaba pasando, y muchas cosas más, durante unos minutos no le dejó ni hablar, mientras las monedas caían en la cabina, luego la cosa se relajó y hablaron de sus cosas en voz un poco más baja, tras colgar, mi madre nos dijo, como echándoselo en cara a mi padre, que estaba muy tranquilo, que le decía que no se preocupara, que a él no le iba a pasar nada. Mi madre estaba realmente enfadada, y nosotros realmente, nos reíamos por dentro.


En la noche de los transistores, en la que toda España estaba pendiente de lo que estaba pasando en el hemiciclo de los diputados, nos acostamos mi hermano y yo en la habitación, esta noche sin dar mal y sin soltar almohadazos de un lado a otro, y mientras pensaba si el Sr. Julián se metería a la cama con el palillo en la boca, si la Sr. Valeriana se habría despertado de la silla, contento de saber que la primavera había llegado al Corte Inglés y que mi padre también estaba tranquilo, me fui quedando dormido con la esperanza de que tal vez mañana no hubiera clase y que el examen de las valencias no me hubiera salido tan mal y que en Valencia los tanques tampoco les amargaran la noche. Mientras en la habitación de al lado, mi madre escuchaba la radio desde su enorme radio despertador que tenía en la mesilla sin poder conciliar el sueño.

2 comentarios:

  1. Yo lo que recuerdo de ese día es la llamada de mi tía desde Argentina pues habían visto por televisión los tanques en las calles de Valencia y llamaban todo asustados para ver qué pasaba. No sé lo que hablarían entre ellos porque no nos dejaron escuchar la conversación pero recuerdo que mi padre quería ir a no sé qué sitio y mi madre le pidió un millón de veces que no saliera de casa hasta que al final lo consiguió, mi padre no salió a ningún lado.

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    1. La pregunta es dónde quería ir tu padre, habrá que preguntárselo, ¿no te parece?

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