martes, 14 de febrero de 2012

Descansar en paz, abuelos



Falleció mi abuela Angelita, y un mundo se desmoronó para mi madre en aquellos mediados días de un febrero negro, los tres hermanos se unían en un llanto interno, mientras yo por mi juventud tan sólo me mostraba muy triste. Tan sólo quedaba en la tierra el deseo de mi abuela de reposar sus restos con los de mi abuelo, después de casi 38 años su única petición era volver a su lado, recuperar lo que el destino le había robado. Con la tristeza de los días posteriores al fallecimiento en los que se mezclan los sentimientos con la burocracia y los papeleos pusimos rumbo a un viaje en procesión camino a Leache, camino a la tumba del abuelo.


Pero allí el destino le guardaba una última mueca, Leache es un pueblo pequeño, muy pequeño, con algo más de 50 habitantes, allí, todos hacen de todo, de alcaldes, de pregoneros y también de enterradores, y ahí venía el problema, nadie quería abrir la tumba del abuelo, para desenterrar sus huesos, y preparar la tumba, haciendo hueco para mi abuela, es comprensible, pero una vez más los sueños de Angelita no se podían hacer realidad. Así que se optó por colocarlos el uno frente al otro, en dos sepulturas idénticas, blancas, limpias de florituras y con sendas vírgenes en las hornacinas, los dos iguales, como almas gemelas.


Aprovechando la situación se cambió la sepultura de mi abuelo, para hacer las dos iguales, se reemplazó su vieja cruz metálica, ya roñosa en la que difícilmente se leía su nombre, por una placa de mármol en la que se había tallado su nombre después de casi 38 años. Ambos dos, al menos, fueron los protagonistas de ese día triste en el que abandonábamos finalmente el cuerpo de nuestra abuela para dejarlo en la compañía eterna del pequeño cementerio de Leache.


Allí, cerca, pues al ser tan pequeño no hay nada que quede lejos, descansaba mi bisabuela, la abuela María que llamaba mi madre, que falleció a los 76 años, uno menos que los que tenía mi abuela al fenecer. Creo que la abuela María, a pesar de haber coincidido en el tiempo, yo tenía nueve meses cuando falleció, no nos conoció ni a mi, ni a mi hermano, que entonces tenía ya dos años. Descansa la abuela María con su hermana Eusebia Salinas, más joven que ella pero que falleció a los cinco meses de morir su hermana.


Un poco más allá, y sobre un suelo ajado por el sol y el frío, descansa su padrastro, Ignacio Zabalza Iribarren, en una cruz repintada para ocultar el óxido del tiempo, lejana ya de sus brillos en aquel día de 6 de septiembre de 1963 en el que fallecía en el pueblo de Leache a la edad de 74 años. Asistieron al funeral mi abuela y sus tres hijas, Pilar, Carmen y Rosario, a Angelita, por suerte ya se le habían olvidado los sufrimientos pasados, pues ya, le había tocado vivir otros todavía más fuertes.


Unos metros más a la derecha, está la cruz de su hermano, fallecido a los 26 años, después de haber vivido la angustia de un frente en guerra y el dolor de unas fiebres que acabaron con su vida, entre delirios de muerte y recuerdos de bombas estallando. Falleció un 11 de octubre de un año oxidado por el tiempo y con el cariño de una hermana que nunca lo olvidó.


Allí están ahora los restos de mis abuelos y de parte de su gente más querida, falta su padre Ángel Loperena, tumba que el tiempo borró. Allí descansan, entre el frío, la nieve y el viento, 21 años después de aquel entierro que recuerdo triste y apesadumbrado, al decir adiós a parte de mi pasado, y por ver el último sueño de mi abuela no cumplido. Descansar en paz, abuelos y demás familia.

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