lunes, 5 de marzo de 2012

Aquellas mañanas de radio



Llegaba la mañana de un lunes, de un pesado lunes, en el cuarto de mis padres sonaba un despertador horroroso, de ruido estridente y campanillas infernales, duraba un suspiro eterno la tortura de su sonido, y un grito materno surcaba la casa –¡¡arriba, chicos!!, ya es la hora–. Sobre mi cama remoloneaba todo lo que podía, me parecía que me acababa de dormir hacía tan sólo unos minutos, mi hermano, sobre su cama hacía lo mismo. Un segundo grito materno nos avisaba del peligro de no hacer caso. Nuestros cuerpos se levantaban simétricos en una habitación de dos camas. Mientras tomábamos como almas errantes nuestra muda y ropa de lunes, la casa se inundaba de un sonido especial, era el sonido de la radio por las mañanas, el parte que nos decía que había pasado en el mundo.


La radio estaba en la cocina, y en aquel momento era lo último, podíamos hasta grabar nuestras voces con un micrófono que traía incorporado y con el que simulábamos hacer play-back de canciones. Venía repleta de teclas que pulsábamos por instinto sin saber muy bien para que servían, pero nos gustaba ese sonido que hacían al conectarse y al desconectarse. En un principio tuvo antena, pero en un accidente feneció, herida de un golpe involuntario y víctima al intentar ser reparada por unas manos torpes.


Sobre el dial se ubicaba el mundo, ciudades rarísimas y desconocidas parecían estar dentro de aquel aparato mágico, voces raras y llenas de ruido surgían al mover el dial de un lado para otro, nada se entendía pero todo parecía insondable. Casi siempre, por no decir siempre, el dial era de posición única, Radio Nacional de España y Luis del Olmo, esas eran las únicas variaciones que se admitían por órdenes paternas. Eran unas voces engoladas y brillantes que despertaban nuestros cuerpos, que ya vestidos, lavados y mal peinados, se apostaban en la mesa de la cocina, dispuestos a tomar el Cola-Cao inundado en galletas, mientras mi madre preparaba el almuerzo con el pan recién traído y el sonido cortante del papel de aluminio que los protegía.


El aparato de radio se había integrado perfectamente en la cocina, tomaba esa grasa flotante como suya y adosaba a sus mandos la que nuestros dedos le impregnaban al subir el volumen mientras comíamos. Toda ella era parte de la cocina, no había trapo que pudiera eliminar los restos del día a día. Mis padres dicen que cuando la compraron las teclas funcionaban todas, el caso es que yo nunca lo vi, por más que pulsaba algunas teclas no pasaba nada, o al menos eso creía yo, y en el intento más de una colleja aterrizó en mi cabeza. Pronto dejaron de funcionar muchas cosas y el botón de rec, igual daba que estuviera pulsado o que no, allí no se grababa nada.


Otra de las maravillas que llevaba incorporada aquel radio-casette era el fenomenal mando para manejar las cintas, con una pulsación lateral avanzaba hacia un lado o hacia otro, y un giro permitía la pausa o el sonido, un sonido chirriante de esa cinta comprada en un verano playero que siempre permanecía en su interior, soportando nuestras torturas matutinas de giros para un lado y giros para otro. Cuando la radio no estaba entretenida se le daba al play y de su interior surgían voces y música veraniega que endulzaba las mañanas de invierno zaragozanas, de vez en cuando un sonido raro, a rayado, surgía de las canciones, pero se salvaba enseguida. Todavía me parece oír a Los Diablos con su "rayo de sol", o a Peret con su "borriquito como tú" reivindicando la canción de aquellos veranos ya vetustos.


Muchas veces había que abrir el casette, por otra parte perfectamente camuflado en su diseño, y que si no fuera que por tanto abrirlo y cerrarlo se descoyuntaba, a uno siempre le costaba saber donde estaba, se abría y en el interior se descubría una cinta marrón que se había salido en su interior, se tiraba y tiraba de ella, cruzando los dedos para que no se rompiera, y con tacto y mucha suerte se conseguía sacar al exterior, allí con un boli Bic se procedía a intentar volver a meter dentro las canciones que en otra hora sonaban, al meterla con rapidez, algún que otro pliegue se hacía y tomaba mucha más prestancia al darle play, pasando en determinados momentos de la cara A de la cinta a la cara B de la misma sin darle la vuelta.


Aquella radio nos acompañó en toda la infancia, su única salida de casa fue para grabar en un pabellón la competición que organizaban entre colegios para el concurso de aquella enciclopedia que quedaba tan bien en el armario del salón, Maravillas del Saber. Después de aquello volvió a su posición de siempre, en la que ya había hecho marca la grasilla que la rodeaba, y no había mañana que no nos indicara con sus pitidos que ya era la hora de ir a clase con el bocadillo recién hecho y nuestros pelos mal peinados.

P.D. El aparato de radio es de mis suegros, pero doy fe que en mi casa teníamos el primo hermano de este Grundig.

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