jueves, 12 de abril de 2012

La matanza, mejor en familia



En los últimos fríos de los meses de marzo, a la espera de los primeros soles de la primavera, en aquellos ojos de niño que nunca he perdido, llegaba la hora de hacer los chorizos en el pueblo, un fin de semana en que nos juntábamos toda la familia en Anguiano, para disfrutar de todo un rito, la matanza.


Aquel viernes, las clases se hacían largas, en un niño de 7 u 8 años, todo era ansiedad, por primera vez era consciente de que asistir a la matanza y ver como se hacían los chorizos y todas esas cosas que tanto me gustaban. Enfilábamos con el Renault 7 azul aquellas carreteras rumbo a La Rioja, rumbo a Anguiano, desde el asiento de atrás, peleas con mi hermano, olor a ramas de tomillo en la trasera del coche y el vaho sobre los cristales peleándose con las gotas de lluvia. Más tarde que pronto enfilábamos la llegada a Anguiano y la carretera parecía acortarse por la emoción, las montañas se cerraban oscureciéndolo todo, y los riscos escoltaban las hileras de casas como ocultándolas.


Detrás de todo, buscábamos algo pegados a las ventanillas laterales de los asientos traseros, era la emoción de llegar al pueblo de mi padre, donde él había correteado con mi misma edad, donde los abuelos que no había casi conocido, habían dejado su vida trabajando sin parar. El tiempo parecía detenerse en los últimos metros.


Después de alguna curva imposible y de algún puente, de los que se reza antes de entrar por que no venga otro coche, las balaustradas nos marcaban que ya estábamos cerca de ver a la tía Maura y a nuestros primos, sobre las casas buscábamos detrás de los cristales caras conocidas, pero apenas salía de ellas, tan sólo, el humo de sus chimeneas. Aparcábamos el coche en los Casales, pocos coches, mucho sitio y algún abuelo controlando desde el asiento que da la muralla. Al bajar del coche y estirar los huesos de niño todavía se notaba más el frío, gritos de madre obligan a arroparse a la vez que sus manos atusan mi pelo.


Al entrar en casa de mi tía, de puerta franca y escaleras frías, la cocina nos da un bofetón de calor, lleno de olores a anises y a ajo. Besos y achuchones de rigor, de las caras sonrojadas y de mejillas cárdenas del calor de cocina, se chocan con nuestras caras bastante más frías. Apretujones y preguntas de cortesía, mientras se descarga todo lo que traemos. En los huecos de la cocina, artesas, paños y extraños artilugios  se muestran preparados para mañana. En nada, se sirve la cena, una sopa espesa con fideos blancos me mira y la animadversión parece ser mútua, por suerte, un trozo de chorizo con pan macerado llena mi estómago ya hambriento. Pronto a la cama, con bolsas de agua caliente que anticipan el frío de las sábanas, cuesta conciliar el sueño sintiendo la novedad de un colchón y el frío cierto, que poco calma la bolsa de agua caliente, aunque sin saberlo, y como si no hubiera pasado el tiempo, voces se oyen desde la cocina avisando que ya es sábado por la mañana.



Después de un Cola-Cao sin batir bien y con yemas de nata que intento apartar y no dar la nota, mi madre nos abriga con todas las capas que puede, para que no pasemos frío. Salimos fuera, y ya está fuera de la pocilga el cerdo ignorante del futuro que le espera, rebusca entre las paredes asombrado por la gente que le observa. Es el mismo cerdo que en otras visitas nos divertía echándole las mondas de fruta y trozos de patatas. En nada mi tío y mi padre enfilan con el cerdo el camino hacia el matadero y todos los demás, como en una procesión de San Antón, les seguimos, algunos con devoción, y otros con calderos y cuchillos afilados.


La procesión pasa por la plaza y nuestras miradas se escapan a la cuesta de los danzadores, los vecinos del pueblo sonríen y lanzan vítores animando a la faena que se espera. Tras calles que cada vez se hacen más angostas, llegamos a lo que llaman el matadero, dos personas esperan junto a un muro de piedra enfundados en sus buzos azules de taller, bajo los cuales más de un jersey de lana les arropa, unas escaleras de piedra llevan a una puerta abierta en la que todo es oscuridad y de la que salen algunos con un banco de madera que colocan en un lateral de la calle. De repente, se hace un silencio, a una orden, los hombres, ayudados por alguna mujer, que hace más fuerza que ellos, toman al marrano y lo colocan, a duras penas lateralmente en el banco.


Veteranos todos en estas lides, se divierten diciéndoles a los niños que le cojan el rabo al gorrino o que le sujeten alguna pata, a sabiendas del espectáculo que se avecina, como pequeños ignorantes lo hacemos, aunque un cierto temor nos sobrecoge, temiendo lo que puede pasar en breve, y al ver pasar por detrás nuestro cuchillos que se afilan en el último momento con una piedra de río. Las mujeres colocan los barreños en la parte de delante y a un grito todos sujetan con fuerza.


El cerdo empieza a patalear y nuestros brazos de niños se mueven al antojo de sus últimos movimientos, a duras penas conseguimos esquivar sus golpes, y rápidamente algún mayor nos reemplaza para poder comenzar la faena con tranquilidad. El matarife enfila con el cuchillo hacia el cuello, mientras el silencio de la mañana se ha roto hace rato por los gruñidos agudos del gorrino que de poco le sirven.



El cuchillo penetra en su cuerpo y grandes chorros de sangre vuelan hacia el barreño perfectamente ubicado, mi tía no para de remover con su brazo remangado, la sangre caliente que sigue brotando mientras los gruñidos cada vez se hacen más débiles y más lentos. El moribundo animal cada vez empuja menos, pero nadie deja de sujetar, vida todavía le queda. El silencio ahora si que es profundo, tan sólo se oye al bicho y el chapoteo de la mano sobre la sangre, que sigue cayendo de un cuello manchado en sangre.


A los ojos de un niño primerizo en este espectáculo familiar ancestral, se muestra crudo y violento, la sangre no es de ketchup como en las películas, su textura es muy diferente y hasta un olor inexistente se apodera de todo. Mi cuerpo que pretende mantener la calma se muestra impactado, mi padre se ríe entre bromas con la gente, mi tía con su brazo derecho bañado en sangre, el matarife afilando el resto de cuchillos, niños que corren de un lado a otro y algún perro que ladra se suma a la escena. Por fin la tortura acaba y el cerdo queda postrado sobre la bancada sin nadie que le sujete, algún susto da por sorpresivos movimientos convulsos, pero todo queda en falsa alarma, mientras alguno cuenta alguna historia de algún cerdo que aún muerto salió corriendo cuesta abajo.


Ahora llega el momento de churrascarle la piel, alguien trae una carretilla a la que se le coloca una cama de helechos secos, entre todos los hombres ponen al cerdo sobre la carretilla y se le cubre de otra capa de helechos secos, se les prende fuego y mi padre tomando los mandos de la carretilla pasea al cerdo humeante para regocijo de algunos niños y para asombro y perplejidad mía. Cual cerdo de fuego da la vuelta al final de la calle, a mi madre se le nota enfadada, esas tonterías no le deben de gustar, al breve regreso se apaga el fuego y se procede a repelar al cerdo chamuscado.


Entre todos, toman al cerdo y lo llevan por las escaleras de piedra a la habitación oscura, que ahora, que empieza a levantar el día se muestra un poco más luminosa y también ayuda una bombilla triste de pocos vatios que se encuentra desconsolada en el centro de una viga. Entre varios cuelgan al cerdo de los jamones traseros y proceden al desangrado final, mientras el matarife comienza a abrirlo en canal, ayudado por un hierro que separa las dos mitades, sacando las tripas y otras partes, que reserva en otros cuencos, que diligentemente junto con la sangre se van llevando mi tía y mi madre hacia casa. Después de un rato, se comienza a descuartizar al animal y poco a poco se van llevando las partes a casa, mientras el informe del veterinario dice que la carne está sana. Comienza la carrera de la preparación de la matanza.


La casa se ha convertido en un batiburrillo de cosas, la sangre espera en la escalera hasta cuajarse y convertirse en sangrecilla, en la cocina un olor insoportable sale de los intestinos que se cuecen una y otra vez para luego hacer los chorizos, en otro barreño se mezcla la sangre con arroz para hacer las morcillas, las cintas de lomo se adoban con ajos y se reservan, la costilla se trocea, los jamones se reservan y se airean, la carne de panceta y magro se comienza a picar, y la careta con el morro se churrasca al fuego de la cocina económica para almuerzo de algunos. Con la carne picada y con la mezcla justa de tocino se comienza a preparar el mondongo.


Pimentón, ajo, sal y agua principalmente para hacer una mezcla sólida con la carne picada del cerdo, todo junto y bien repartido, se hace un agujero con el puño en el centro para que se airee todo bien y se deja descansar una noche. De la misma forma se prepara la mezcla del salchichón. A los jamones se les aplican unos polvos especiales para evitar "la mosca" y sobre una artesa de madera que está especialmente preparada en el alto de la casa, se coloca una capa de sal gruesa en abundancia, luego se colocan los dos jamones y se cubren de nuevo de sal, después se colocan las paletillas y se cubren con sal, mi padre y mi tío cierran la artesa con cuidado y la tapan bien, dejando ventilación pero evitando que entre la maligna "mosca".


Así acaba un día, con nosotros de lado a lado sin saber bien que hacer, y de cena un poco de picadillo frito que resulta ideal después de un día tan impactante, en el que de lo que menos me acuerdo ya es del pobre gorrino. La cama sigue estando igual de fría, pero el cansancio hace mejor entrada en el mundo de los sueños. Para cuando me levanto mi madre y mi tía están ya liadas con los chorizos, mientras mi padre le da a la manivela, con manos habilidosas mi madre cuidad de no romper el intestino ya que siempre hay más de menos, que de más. Mi tía conforme van saliendo los pincha con un alfiler de cabeza esférica por un lado y por otro, faena a la que rápidamente nos encomiendan después de desayunar un poco.


Así nos vamos tirando toda la mañana, entre gritos de enfado, de mi madre, al romperse algún intestino, a lo que siguen consejos de mi padre en el peor momento, —"es que aprietas mucho"—, lo que provoca más de un altercado verbal. Nosotros pincha que te pincha, y de vez en cuando ayudamos a subir los chorizos que se van haciendo al alto, que con unas varas preparadas se van colocando uno a uno dejando aire entre ellos.


Finalmente se acaba la jornada y para comer no puede faltar un poco de solimillo con ajillo y picadillo frito. Así acaba un fin de semana en el que sin apenas descansar el domingo ya comenzamos ha preparar las maletas de vuelta, un último vistazo al alto para contemplar el trabajo realizado, todo un espectáculo en rojo y cargado de humedad. Cargamos el coche y nos despedimos de la familia, el R-7 arranca a duras penas después de tirar del starter. Los riscos nos despiden como cuando llegamos, tristes y solitarios, y mientras marchamos buscamos las caras de nuestros primos y tíos sobre las ventanas, nos devuelven la mirada con gestos de adiós, poco a poco, las curvas nos alejan del pueblo, en un fin de semana en el que siempre quedará en mi recuerdo, una matanza en familia.

8 comentarios:

  1. Excelente memoria,muy buena narrativa, y magnífica colección de fotos.

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    1. Gracias Pedro Javier, viniendo de ti, es todo un elogio. Las fotos algunas son mías, pero otras por desgracia no lo son, solo ilustran los momentos que cuento.

      Un fuerte abrazo.

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  2. Esto tengo yo que verlo antes de que desaparezca…
    Excelente documento.
    Un saludo.
    Pablo.

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    1. Por desgracia Pablo, ya no se deja hacer estos ritos, aunque en algunos pueblos se hace soslayadamente, ahora todos los sacrificios hay que hacerlos en un matadero homologado y con todas las garantías sanitarias, de todas formas, ójala lo puedas conseguri.

      Un saludo, Pablo

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    2. En el pueblo de tu madre,Leache, la sección del "pincha que te pincha " que te encomendaban, tenía tecnología tri-punta.
      La "señaNita", famosa mondonguera y cuenta-cuentos, cortaba la parte superior de un corcho cónico, en un grueso de centímetro y medio, lo atravesaba con tres alfileres de cabeza esférica, de la misma caja que el de Andiano, facilitaba su agarre... y cada golpe... tres pinchazos...

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    3. Mi madre posteriormente fue imponiendo la tecnología tri-punta que apuntas, y acabó imponiendo esa moda en Anguiano.

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  3. Rectifico: Angiano, en vez de Andiano

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