viernes, 4 de mayo de 2012

El entierro de mi abuela Melchora II



Mi padre que hacía poco había acabado el servicio militar vagaba de un lado a otro en busca de trabajo y con la intención firme de no volver a trabajar en el campo. Aquel año de 1957 había encontrado empleo de listero en una empresa que se llamaba OFESA y se dedicaban hacer obras de firmes especiales. A primeros de año y gracias a su recién estrenado curso de contabilidad básica, que a duras penas había podido pagarse, le dan trabajo para llevar las listas y comisiones en el bacheado de la carretera Cuenca-Oropesa. Estando en esta labor recibe un mensaje de la empresa en el que le comunican que desde su familia de Anguiano le avisan que su madre se encuentra grave hacia finales de abril.


Mi padre se dirige a Madrid en cuanto puede y desde allí llama a Anguiano, entonces la centralita se encontraba en lo que hoy es el Bar la Herradura, allí y a la hora pactada habla con sus hermanos y le informan de la gravedad con que se encuentra su madre. Mi padre decide ir para Anguiano lo antes posible, en sus manos tiene el dinero de los sueldos de la semana de la contrata. Primero mira trenes y autobuses, pero todos salen hacia la noche, así que decide preguntar por el alquiler de una moto por unos días, algo frecuente en aquellos días.


En cuanto ve una tienda de motos entra y pregunta, le piden el DNI y tras ver sus datos le dicen que pase más tarde que ahora no está su jefe. Mi padre se dedica a andar por las calles de un Madrid que se muestra bullicioso y repleto de gente, le encanta pasear y mirar cosas, las ve con ansiedad, aunque no puede quitarse de la cabeza lo grave que se encuentra su madre, y recuerda escenas de la infancia que no se le borrarán nunca.


Cerca de uno de los puentes y abstraído por sus pensamientos un imitador de deficiente se le acerca con un billete de lotería en la mano y agarrándosele le pregunta algo acerca del número que le muestra a pocos centímetros de los ojos, mi padre intenta zafarse y le dice que no le puede ayudar con educación, pero el imitador insiste. Pronto se le acerca otra persona bien vestida al notar la confusión, le cuenta a mi padre que no es de Madrid, que está de paso y que es de Nájera, un pueblo cercano a Anguiano, mi padre al ver que casi es paisano, se relaja y se muestra confiado, mientras el aprendiz de deficiente ha seguido molestando con el número de lotería. El hombre trajeado le dice que lo que quiere saber es si el número está premiado y casualmente se pone a comprobarlo en un periódico que lleva en la mano.


Y cual es su sorpresa cuando efectivamente el número está premiado, el falso paisano aparta un poco a mi padre y le dice que si lleva algo de dinero le compre el billete y que luego cobre el importe del mismo, él no lo puede hacer ya que no lleva dinero consigo, le insiste y le insiste de su torpeza si no intenta hacer el trueque. Mi padre aturdido ya y bajo la confianza del paisanaje le entrega el sobre con la soldada de la carretera Cuenca-Oropesa y se queda con el billete de lotería. En breve, y casi sin darse cuenta todos han desaparecido, el supuesto paisano le ha indicado que calle arriba hay un puesto de lotería que mi padre por más que camina no encuentra. A cada paso que da, mi padre se siente cada vez más mosqueado, pregunta a la gente por el puesto lotero y le dicen que por ahí no hay ninguno, que vaya hacia el centro. Por fin cuando encuentra uno el mundo se le cae encima. Le han timado, se han quedado con todo el dinero que no era suyo y todavía tiene que ir a Anguiano a ver a su madre.


Mientras encamina sus pasos hacia la Estación del Norte en Madrid, mi padre se siente avergonzado y humillado, se da cuenta rápidamente que en la tienda de motos se quedaron, gracias a su DNI, sabiendo que era de Anguiano, y al preguntarle su oficio para el alquiler de la moto, sabían que podía llevar dinero de la empresa, lo demás fue fácil, avisar a los timadores y ponerles sobre aviso. Ya en la estación retiró su maleta sujeta con correas que había dejado en custodia y sin dinero esperó a que llegara el primer tren con destino a Logroño.


Por la Estación del Norte mi padre vaga apesadumbrado, pocas veces en la vida se ha sentido tan mal, por nada del mundo se puede perdonar haber cometido ese error. En la espera, denuncia lo que le ha sucedido en una comisaría próxima, espera así poder justificarse un poco con su empresa, aunque sabe que servirá de poco. Los policías le corroboran su versión de que todo empezó cuando enseñó su identificación en la tienda de motos y que lo investigarán. Los minutos se hacen eternos hasta que llega el tren con destino a Logroño, y más cuando no tienes billete y tu única solución es colarte sin pagar.


El tren por fin llega, los segundos se hacen pesados y sudorosos, en un descuido del revisor que está en el andén se cuela con gran rapidez dentro del vagón y va en busca de uno que todavía esté vacío, lo encuentra y se sube en la bandeja en la que se dejan las maletas encima de las cabezas, se acurruca arriba rápidamente y se cubre con un abrigo que lleva y la maleta, intentando ocupar el menor espacio posible. Ahora sólo le queda confiar en que no le vean. La gente comienza a llenar el vagón y por suerte colocan bultos y maletas a su alrededor. Así llegó mi padre a Logroño, con mucha fortuna y mucha rabia en el cuerpo. Desde allí se encaminó hacia Anguiano andando y entre unos y otros le fueron llevando, hasta que en Nájera su tío Terio, hermano de su padre, lo recogió en la carreta con la que llevaba todos los pedidos de la tienda en la que trabajaba como carretero de Nájera a Anguiano.


Su tío le informó que su madre había fallecido. Los dos sentados sobre el carro, uno tirando del macho y mi padre callado, ensimismado, recordando lo que le había pasado en las últimas horas y rememorando el recuerdo de su madre, y sabiendo que si le hubiera contado todo lo que le había pasado, le hubiera perdonado diciendo con cariño y a la vez moviendo la cabeza: "Marcelino, Marcelino".

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