jueves, 17 de mayo de 2012

La abuela Melchora



El otro día hablaba del fallecimiento de mi abuela Melchora el dos de mayo de 1957, apenas le quedaban quince días para que hubiera cumplido los 60 años. Melchora Muñoz García nació un 15 de mayo de 1897, en el todavía siglo XIX, en un año de final de siglo y de caída de un imperio, el año en que Marconi patentaba la radio y descubría la telegrafía sin hilos, mientras Thomas Edison patentaba también el primer proyector de cine, el kinetoscopio. Estados Unidos aprovechaba para ayudar a los rebeldes cubanos en su isla y enfrentarse a una débil España que justo podía sostener sus colonias de ultramar, Bram Stoker ponía un punto final de color rojo a su novela Drácula. Fue el año en el que nacieron personalidades muy dispares, desde William Faulkner o Frank Capra, a Goebbels o Pierre de Gaulle, a la par que fallecían Brahms o Cánovas del Castillo.

Aquel 1897 en Anguiano era muy diferente, se vivía como siempre, y se vivía mal, eran años duros, de poca siembra y mucho trabajo. Domingo Muñoz y Lorenza García Alonso eran los padres de Melchora, antes habían tenido a otro hijo al que habían llamado como el padre, Domingo. Lorenza era una gran cocinera, y enseñó pronto a su hija como hacer un plato rico con dos patatas malas, algo de verde, pimentón y mucha agua. Su infancia se perdió pronto, como la de los niños de aquellos años, y los juegos se relegaban por el trabajo real que había que hacer en casa.

Pronto conoció a Valentín García, un apuesto joven de Arenzana y con familia en Hormilleja muy trabajador y que andaba como los galgos. Fue conocerlo, casarse y empezar a tener hijos, hasta siete, uno de ellos lo vio morir entre sus brazos de pequeño, el resto salieron adelante, cuatro varones y dos chicas, ayudaban a trabajar en la humilde casa de Valentín y Melchora. Juntos vivieron años difíciles, la guerra civil abofeteaba de vez en cuando el pueblo de Anguiano y en una ocasión, mi abuela lloraba desconsolada al ver como los falangistas entraron a por mi abuelo, lo sacaron a la fuerza de casa y lo cargaron en un camión, Melchora mandó rápido a uno de sus hijos a llamar a un conocido del pueblo que ante los de la falange algo pintaba y consiguió bajarlo de aquel camión que conducía a una cuneta de muerte segura. Aquella noche en la soledad de su habitación se abrazaron fuerte y no se dijeron nada.

Al tiempo, al padre de Melchora, Domingo, le afectó una parálisis, así que Lorenza y Domingo se fueron a vivir a la casa de Melchora, llegando en algún momento a ser doce en casa, el matrimonio, los seis hijos, los dos abuelos y dos hermanos de Valentín. Mucho había que trabajar y mucho que había que limpiar con tanta gente. Ella se encargaba de toda su limpieza, de la casa, de la comida, de llevar la comida a los hombres en el campo, de volver a casa, de cuidar de los animales, subiendo y bajando con un pozal las escaleras que llevaban a la cuadra y ayudando en todo lo que había que preparar para el campo. Al calor de la chimenea, con los troncos bajados de la sierra de Valvanera, y el caldero burbujeando se arremolinaban hombres, chiquillos y abuelos con pocas alegrías que contar y muchas tristezas por callar, y una Melchora que no paraba de un lado a otro con cien mil cosas por hacer, zurciendo calcetines y ropas mil veces cosidas a la luz de una vela y con las últimas brasas del día, siendo de las últimas que se dormía y de las primeras que se despertaba.

Melchora después de los partos comenzó a tener problemas con la diabetes, aunque ella no lo sabía, sufría subidas de azúcar que le provocaban desvanecimientos, en más de una ocasión, su marido y mi padre tuvieron que subir corriendo de la zona de Los Brazos o Río Tuerto, al avisarles algún vecino que la abuela se había desmayado en el lavadero de Cuevas. La tensión y el azúcar la fueron minando, y sus desmayos eran cada vez más constantes y con 59 años, apenas rozando los 60 falleció. Obviamente no conocí a mi abuela, pero hoy, honrando su recuerdo puedo celebrar su cumpleaños a sabiendas de que tal vez para ella, este día, aunque tuviera que hacer lo mismo de siempre, era un día un poco más especial. Felicidades abuela.

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