lunes, 21 de mayo de 2012

Reencuentro I: rumbo a Jaén



El día había llegado, desde que el año pasado me reencontré con mi amigo de instituto y de facultad, aunque en distinta aula Rafael Alarcón, todo había sucedido casi sin darnos cuenta. Una conversación en la penumbra de un café en Zaragoza intercambiando vivencias y las rutas de vida que nos había marcado el destino desde finales de los 80 hasta hoy mismo. Charlamos de lo humano y lo divino, y de mi trabajo como planner estratégico y director creativo, y le gustó la forma en la que le explicaba lo mucho que me había servido la carrera de Filología Hispánica en mi trabajo actual. A Rafa se le encendió una bombillita y me dijo que eso tenía que contárselo a sus alumnos de la Universidad de Jaén.


Pasaron los meses y al final se hizo realidad, la casualidad y la persistencia hicieron el resto, gracias a la OTRI y a una Maria José que enseguida le interesó esta nueva vía de salida profesional, hacia el mundo creativo. El 24 de abril fue el día seleccionado, así que el lunes 23, en la festividad de Aragón hice mi maleta dispuesto a reencontrarme con un amigo de nuevo y a conocer un Jaén que no había visto nunca.


La estación de las Delicias a la una y media estaba casi vacía, en este día tan señalado, los que habían venido ya lo habían hecho, y los que se tendrían que marchar lo harían más tarde. Un espacio tan grande y tan limpio de gente se muestra demasiado solitario para el viajero.


En el andén tocaba esperar al AVE entre el eco del silencio y el rebuscar de los papeles con los billetes para tenerlo todo en regla. Llegó el AVE y casi sin tiempo ya estábamos en Madrid, apenas el tiempo justo para ver lo que proyectan en la tele, quedarte con los rasgos de la gente que me rodeaban, enchufar el iPod y entre las canciones de Doctor Deseo, Quique González y Bunbury, escuchar de fondo la voz armoniosa que nace de las tripas del tren y que anuncia la llegada a Atocha.


Antes de parar en Atocha, sabía que tenía que ser rápido, tenía apenas 30 minutos para trasladarme en cercanías hasta Chamartín, que era de donde salía mi tren para Jaén. Paró el tren y salí a la velocidad del rayo, con la cámara colgando, el bolso colgando, la americana sobre el brazo, los billetes en una mano y la otra tirando de la maleta con ruedas que me seguía a tirones por el andén.


Saqué rápidamente los billetes de cercanías, mientras las personas con las que me cruzaba, entendían mi prisa sin preguntar, pero apenas les afectaba. Llegué al andén mirando los carteles luminosos que anunciaban los trenes y las vías, y ante mis morros salía el tren que iba para Chamartín. Tocó esperar, tan sólo quedaban ya 15 minutos para mi salida, la espera se hizo larga, entre conversaciones sin sentido de la gente y despistados que preguntan por el sitio equivocado. Por fin llegó el tren y me monté, resoplé un poco sudoroso de la tensión, mirando la disparidad de gente que me rodeaba.


Los abuelos disfrutaban con la geolocalización, compitiendo en un concurso entre ellos por ver quien sabía que parada venía después y los pueblos que estaban cerca, esperando la mínima para contar una anécdota de tiempos pasados. Las abuelas cuando podían metían baza, en una conversación cruzada que se convertía en diálogos de Babel al compás del tren. Por fin llegó el tren, me bajé corriendo, buscando con la mirada el andén, me lo pasaron con rapidez por el código de barras y ante el tren aminoré la marcha que llevaba, a falta de un minuto lo había conseguido.


Me subí al tren y sin apenas entrar en el pasillo que llevaba a mi asiento el tren se puso en marcha, ciertamente, me fue por los pelos. El tren se mostraba con muchas calvas de asientos libres, pero a mi me tocó compañera. Me acomodé, guardé, la cámara, el bolso, la maleta, guardé los billetes sin evitar pensar que tal me iría en la vuelta, ya que me volvía a pasar lo mismo, pero al revés, entonces sería de Chamartín a Atocha, tomé mi iPad, el iPhone y el iPod, y hecho todo un hombre Apple, me acomodé en mi asiento.


Apenas habían pasado unos minutos y el tren anunció la parada en Atocha, no me lo podía creer, miré a la televisión fijamente como si fuera una broma de mal gusto, pero no, era real como la vida misma, me había pegado la carrera del siglo, apunto de perder el corazón por la boca y podía haber salido de la misma estación. Con rabia contenida y pensando que podía haber sido peor, ya que podía haber perdido el tren en el intento, subí la música y me dediqué a disfrutar del viaje.


El viaje era de cuatro horas, como los viajes de tren de antes, en las que el tiempo te obligaba a mirar por la ventanilla, mirando lo que nunca se ve y con la confianza de que te llevan por el buen camino. Las paredes de Madrid me despedían con palabras pintadas en sus muros, graffitis a toda prisa que la velocidad del tren emborrona.


Los edificios más tarde que pronto desaparecen, fuera el día se muestra gris, y el mundo paralelo a la ventana, las carreteras y las vías se siguen en buena compañía.


El tren para en la primera estación y comienza un vaivén de gente que sube y baja, el revisor que ya había hecho su trabajo se vuelve a levantar para sellar los billetes de los nuevos, con su papel chuleta nadie se le escapa. En el vagón la gente duerme y suspira fuerte entre sueños, mientras otros chillan para oírse sin darse cuenta que llevan los cascos puestos.


El paisaje se vuelve llano, los trigos verdean a la primavera y las nubes juegan con el sol para tapar su camino a la tierra. De soslayo se ve algún agricultor que mira al tren como si no lo hubiera visto nunca, queriendo encontrar algo o a alguien, para luego bajar la mirada y seguir a lo suyo.


Mientras el tiempo pasa, juego con las sombras y las luces al compás de canciones mil veces oídas y que me suenan a nuevas, entre cuervos blancos y la ciudad del viento el tren sigue su camino.


Algunos asientos más adelante un hombre se queja de lo alto que habla una mujer, su queja desproporcionada, el volumen de la mujer hablando por el móvil en la misma proporción que la queja del hombre. Todos estiramos los cuellos queriendo ver lo que pasa, segundos de cotilleo que por suerte acaban pronto.


El tren para una y otra vez, sobre las viejas vías de tren, unos suben y otros bajan en un rito ya repetido. Miran los billetes y miran los números de los asientos, no están conformes, vuelven a mirar los billetes y vuelven a mirar los números de los asientos, siguen sin estar conformes. Así asiento por asiento hasta que el tren emprende su marcha.


A la par que el tren se pone en marcha, el revisor también, y como lo ha hecho tantas veces durante el viaje vuelve a pedir los billetes a los nuevos viajeros, pasando de largo por los viejos. Los que tengo a mi derecha llevan más de una hora con el ojo plegado, apenas lo entreabren al unísono cuando el tren para, comprueban que no es su destino y siguen durmiendo. No puedo negar que me producen envidia.


El tren sigue parando en pueblos que jamás había oído y en otros que me traen recuerdos poéticos y literarios. Algunas paradas lejos de ser bucólicas, me reciben con óxido, suciedad y rayajos. La música sigue sonando entre sueños lisérgicos y revoluciones de amor.


Poco a poco y casi sin darme cuenta hemos entrado en la provincia de Jáen, los olivos lo inundan todo, al pie del tren y de sus vías, nacen con copos verdes y troncos partidos de una tierra rojiza en contraste pleno con el cielo. Si suben las colinas, suben los olivos, las colinas se acunan entre sus copas hasta donde el horizonte deja ver. El tren sigue su camino y los olivos no dejan de acompañarme.


Por fin el tren menciona mi destino, son casi las ocho, y Jaén me espera. Guardo mi mundo Apple con cuidado, cada cosa en su sitio, recupero mi americana y me pertrecho con cámara y bolsos dispuesto a tomar el andén de una ciudad que tendré que descubrir.

2 comentarios:

  1. Así son las coincidencias en la vida, una enorme sonrisa apareció en mi cara al ver tu relato de el tren.
    Este mismo sábado pasado día 19, tus sobris montaban en tren, para la peque era su primera vez, y su cara de felicidad y asombro era indescriptible. Lo que más le llamó la atención fue que hubiera baño, el que por supuesto visitó más por curiosidad que por necesidad.
    Una pequeña excursión hasta Agurain a buscar por fin el coche de aita.
    Un viajecito en tren con los niños puede ser un plan divertido para pasar un día distinto.

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  2. La vida, por suerte, está llena de casualidades, seguro que ya lo del tren chu-chú de las ferias les parece una tontería.
    Besos.

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