lunes, 24 de septiembre de 2012

Un paraíso llamado Borizu



Pelean las olas contra la arena blanca y fina. La gente se deja vencer a su fuerza benigna. Su agua todo lo inunda hasta la frontera que marca la playa de Borizu. Miras alrededor y uno siente que está en el paraíso o le falta muy poco. Las rocas salvajes marcan su territorio, la noche da paso al día dejándolo todo casi perfecto. Es normal que tenga la categoría de paisaje protegido


La playa de Borizu se encuentra en el término municipal de Celorio, a los pies de su playa y dependiendo de las mareas, aparecen a sus lados las playas de la Cámara o de Los Frailes y la de la Palombina. Rodeada de campings, el ambiente siempre es jovial y dinámico. Por la mañana solemos llegar pronto, para no pillar el sol de mediodía. La playa nos espera como un remanso de paz, apenas algunas sillas y poco más que una tranquilidad y paz envidiables.


Al frente, en las bajamares, se encuentra unida a la isla de Arnielles o Borizu, de donde le viene el nombre, por un tómbolo que permite un paseo muy cómodo hacia el castro tomado por las gaviotas. Mientras la gente se despereza y comienza a llegar en una peregrinación constante, la arena húmeda engulle las huellas de los pies que la surcan y en el ambiente una magia irrepetible lo inunda todo. Depende del día y las mareas, Borizu te recibe con múltiples rincones o con sólo unos pocos, nunca sabes bien, si sube o si baja, pero poco importa cuando la disfrutas.


Rocas curiosas y olas que llegan muertas y largas a la arena se cruzan por los caminos. Al frente sólo hay tranquilidad y algún barco se cuela en el paisaje, dando un punto más idílico, si cabe, en el escenario. Dejamos bañar nuestros pies con un agua tibia, alejada de las frías aguas del norte.


A las espaldas las rocas golpeadas por el mar, cosechan caprichosas formas, algunas veces largas galerías se abren paso, como minas abandonadas de cuyas paredes corren a esconderse pequeños cangrejos de mar, que a los rayos de sol se ocultan.


Otras se afilan como almenas, con pulidas lascas que todo lo cortan tras ser golpeadas por una y otra vez con la fuerza de las olas. El mar las esculpe y ellas al sol se crecen y protegen a mejillones y lapas que a su cuerpo pétreo se adosan.


Mientras el mar sube a poco, y las olas prosiguen con su ritmo cadencioso y envidiable, acabamos el paseo y volvemos a nuestro terreno anexionado. A nuestras espaldas la vacía playa ha cambiado por muchos colores y gente que se mueve buscando acomodar toallas y sombrillas.


Las rocas se cotizan, pero más un buen sol del norte, de los que sólo calientan lo justo. Muchos cuerpos se vencen a su poder y como fieles se vuelven y revuelven para alcanzar el tono adecuado de su Dios. Aún así, la tranquilidad se respira y apenas alguna conversación vacía la interrumpe.


Antes de que el sol golpee con más fuerza, abandonamos la playa de Borizu, seguros de encontrar sitio en el chiringuito para reponer fuerzas, si es que hemos perdido alguna.

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