miércoles, 12 de septiembre de 2012

Uno se cae, pero también se levanta



Apenas habíamos recobrado la tranquilidad tras la implantación del marcapasos a mi padre, cuando sin comérnoslo y casi sin bebérnoslo, nos vimos de nuevo en el hospital, aunque ahora el problema era mucho más grave. Mientras nosotros disfrutábamos de unos días en las playas asturianas, mi madre, en Zaragoza, empezó a notar un poco raro a mi padre, le veía que coordinaba mal y no le quitaba ojo de encima, hasta que un día se le cayó en el baño. Al día siguiente mi hermano llevó a mi padre a urgencias a pesar de su negativa y de repetirle éste que se encontraba perfectamente, pero mi hermano no se dejó engañar.


Después de pasar un buen rato en urgencias y de hacerle todas las pruebas posibles, le detectaron una hemorragia cerebral que debía ser operada con urgencia, así que lo llevaron a planta inmediatamente y con el problema añadido que hasta pasada una semana no le podían operar, ya que mi padre toma una pastilla que evita la coagulación y sus efectos no pasan hasta después de dejar de tomarla en una semana como mínimo. Me avisaron y al día siguiente ya estábamos de nuevo de vuelta en los calores de una Zaragoza de finales de julio en un verano muy caluroso, aunque la bofetada de la vida fue más fuerte que la del calor al abrir la puerta del coche al llegar.


Mi padre los primeros días se encontraba animado, aunque muy aburrido, no le dejaban moverse para nada y la cabeza la tenía que mover lo menos posible, necesitando ayuda para casi todo. Mi hermano y yo comenzamos a alternarnos las noches para dormir junto a él, si es que se le puede llamar dormir a lo que nos tocó durante esas largas semanas. Las noches se juntaban con los días y sólo las pautas alimenticias te indicaban más o menos el momento del día. Bailábamos al ritmo de un hospital, mientras la vida a nuestro alrededor seguía inmutable.


Compartíamos la habitación con otros señores en la planta de digestivo, puesto que en el momento en que lo subieron a planta en su sección de neurología no había camas. Imposible no escuchar conversaciones ajenas y la tranquilidad era muy difícil de conseguir, pero hay que reconocer que a uno le alegraban algunos momentos cuando oía cosas como esta entre madre e hija:
- Máma, máma, que a pápa lo metieron en boses.
- ¡Qué no! ¡Qué era una habitación con camas!
- Máma, a eso se le llaman bóses.
- Pues yo creía que habíamos entrado en urgencias.


Así pasaban las horas, entre risas forzadas y conversaciones sin sentido, sin apenas intimidad pero arropando en todo momento a mi padre. Apenas teníamos un pequeño hueco para compartir toda la familia la compañía de mi padre, a la izquierda su aburrimiento, al frente los armarios taquilla donde reposan las ropas del día de entrada, y a la izquierda la ventana, separando el horno de una ciudad de la temperatura del hospital, y en su hueco un sillón-silla que se pegaba al cuerpo y que en sus espaldas lleva muchas esperas.


Por la ventana se veía mi colegio de la infancia y juventud. Salesianos se mostraba vacío por el descanso vacacional, a la izquierda los módulos de FP, en el centro el frontón verde y a la derecha los cursos de mi antigua EGB. En el paso del tiempo me parece todavía ver la piscina que había un poco más a la derecha y en la que pasábamos muchos días de verano sofocando los mismos calores que estábamos viviendo en esos momentos. La ciudad se veía lenta, tanto como nuestra espera.


Los días pasaban, y las noches eran largas y con múltiples interrupciones, mi padre nos necesitaba cada poco tiempo, los enfermeros entraban a cualquier hora y las toses y lamentos se repartían en el silencio de la noche por los pasillos. Por suerte, móvil y iPad me mantenían conectado con un mundo del que permanecía desconectado por horarios y sensaciones.


Casi de madrugada llegaba el turno de las pastillas, montones de pastillas que se apelotonaban en la hora del desayuno, del lastimero desayuno de una papilla de cacao en abundancia. Dos cucharadas y pastilla, dos cucharadas y pastilla, dos cucharadas y pastilla, dos… ya he perdido la cuenta.


En seguida le limpiaban la habitación, con unos enfermeros y enfermeras que pese a salir a medio día a protestar contra sus recortes, se mostraban generosos, amables y enormemente simpáticos. Los médicos hacían su ruta de visitas y siempre nervios por ver si nos contaban algo nuevo y bueno. Pronto, y dependiendo de la enfermera de guardia, nos despachaban de las habitaciones y no nos dejaban entrar hasta la doce, si la enfermera era más dócil nos quedábamos en la habitación sin dar el menor ruido. Su compañero de habitación en soledad, sin mujer ni hijas que le cuidaban aseveraba con esa seguridad del aragonés de la zona del Jalón:
- "Cuando uno está bueno, no quiere la cama para nada, pero cuando está malo, medio cadáver".


Mi padre lo seguía aguantando como podía, aunque cada día que pasaba veíamos como se iba ajando cada vez más, además había comenzado a paralizarse su parte izquierda ostensiblemente, su ojo se empequeñecía, el labio se cerraba y hacía que articulase mal las palabras, su brazo perdía fuerza y apenas lo podía levantar, y su pierna decía más de lo mismo. Aún así, él era el que mejor lo llevaba, nosotros con sonrisa de payaso que tapaba miedos y tristeza al ver como la vida le jugaba una nueva jugarreta. El compañero le animaba y le decía:
"Yo al entrar le dije al médico, cuando ando despacio, voy bien, pero cuando ando más deprisa, me paro y me mareo, ¿qué es eso doctor? Eso es desgaste, me contestó. Y digo yo, que para decir eso ¿hay que estudiar para médico?"


Al faltarle movilidad en el brazo pronto dejó de ponerse sus lentillas, y tuvo que dar paso a sus gafas bifocales para sus ojos operados hace mucho tiempo de cataratas, unas gafas que le confieren un aspecto de Mortadelo y que ponían un punto de sal entre tanta espera. La prótesis dental fue lo siguiente, era incapaz de poder ponérsela con una mano, así que pasó de una dieta más o menos normal, a una dieta blanda, basada en purés y caldos que le acompañaron hasta el último día. Comía por comer, sin hambre, pero sabía que lo tenía que hacer, no dejaba lugar al decaimiento.


Mientras nosotros sobrevivíamos con sandwich de máquina auténticamente incomibles y bocadillos de calamares en el bar del hospital, ya fríos y en pan gomoso. Las horas pasaban y pasaban, y por suerte la madre y la hija del compañero de habitación seguían deleitándome con sus comentarios:
- Hoy máma, he visto a la Mari que estaba comprando pan en el Panisol.
- Ahhh


Poco a poco nosotros y la tele éramos su único consuelo, Curro Jiménez por las mañanas y las olimpiadas el resto del día, a mi padre, que nunca le ha gustado ver deporte, ahora lo aguantaba sin pestañear. Sin queja ninguna aguantaba pruebas y el miedo de que se acelerase todo antes y tener que entrar en el quirófano sin haber pasado los efectos de la pastilla. Su parálisis iba aumentando y el hombre que jamás encontró freno en la vida se iba haciendo cada día más pequeño. Su compañero y las tertulianas marcharon de alta mientras mi padre continuaba en su prisión.


Por fin consiguió llegar al día de la operación, le raparon la cabeza y esperó con su entereza y poco nerviosismo el momento en que una bata verde viniera a buscarlo. Un nuevo compañero más silencioso y sin apenas familia le acompañó enseguida. Todos teníamos miedo a la operación, por suerte compartía esa batalla con su nuevo marcapasos y el corazón estaba a salvo de cualquier problema, era un miedo compulsivo pero inevitable. En medio de la televisión y de su Curro Jiménez, mientras decía con palabras mal pronunciadas "ya no se hacen series como ésta, ¿verdad?",  un hombre de verde entró por la puerta para llevárselo.


La operación era larga, la espera mucho más, es en ese momento cuando todos nos miramos sin decirnos lo que pensamos, después de muchos días aguantando miedos, nadie los quiere declarar, pero uno se viene abajo y no se quiere preparar para lo peor, aún así saca fuerzas de flaqueza y anima al que tiene al lado para no dejarle pensar, aún a sabiendas de que todos pensamos lo mismo. Las horas se alargaban y uno no sabía ya cómo se podía recorrer de otra forma la sala de espera, unas veces a paso baldosa, otras al ritmo del pié, y ahora otra vuelta hasta la máquina, y así todo el rato.

Por fin, tras mil levantadas falsas anteriores al ruido de puertas que se abren, salió el equipo médico, en silencio y con caras serias nos llevaron a un despacho cercano, el cirujano nos dijo que nos sentásemos y por un segundo temí lo peor, por suerte el sentido de sus palabras no fueron iguales a su dramática e innecesaria puesta en escena. La operación había ido perfectamente, tan sólo habían tenido que abrir más de lo que pensaban, el resto de palabras no me importaban, sonaban a medicina y para eso ya estaba mi hermano. Al poco nos dejaron verlo en la UCI, ver a mi madre y mi padre juntos, su sonrisa conexionada y su amor, me emocionó tanto como el resultado de la operación. Allí aguantó unos días, pero su mejoría empezaba a notarse.


Luego tocó mucho más hospital, ahora en una nueva habitación ya en su planta de neurología, con un nuevo compañero y las mismas incomodidades. Más noches repartidas entre mi hermano y yo, y más días para mi madre que aguantaba como una jabata la dura prueba con su rodilla recién operada. Mientras, el sol fuera seguía pegando fuerte, y mi padre recuperaba, aunque lentamente, toda la parálisis que había sufrido. El miedo retenido de las primeras semanas hospitalarias, pasaba a convertirse en esperanza y sonrisa real, el payaso ya no necesitaba careta. Mientras en Huesca rugían las fiestas mi padre solicitaba el pase de salida a cualquiera que entraba con bata blanca por la puerta, que venían las de las pastillas, les preguntaba que si le sacaban ya, que venían las del desayuno, lo mismo, que venían las de la tensión, más de lo mismo, y así hora tras hora. Tras lo que nos contó el médico que la hemorragia era antigua, llegamos a la conclusión, a la vista de las pruebas, que le había venido de una caída que tuvo cuando mi madre estaba en el hospital por la operación de la prótesis de rodilla, en uno de esos mareos que le venían fruto de su corazón que todavía no tenía marcapasos, se había caído fulminado en la Pza. Paraíso y la policía local lo había acercado al hospital. Nos minimizó el problema y nos repetía que se encontraba perfectamente, pero la verdad, es que apenas salió el golpe exteriormente, ahora sabíamos el por qué.


Por fin un lunes le dejaron salir, todo parecía estar bien, la alegría con la que abrió el armario taquilla no tiene capacidad de ser descrita, se vistió con la rapidez de Speedy González, y sin casi dar tiempo a pestañear ya le había dejado en su casa. Estaba bastante más delgado, pero con una sonrisa recobrada, alegre, y feliz de otra batalla ganada. Mi madre, sufridora en silencio, contenía una sonrisa llena de esperanza y con un sabor a punto y seguido. Ahora ya era libre.


El tiempo va pasando poco a poco, el mes de agosto ha acabado y él cada día se recupera más, nada queda de la parálisis y casi ya se encuentra como antes. La cicatriz delata lo sufrido y su pelo plateado comienza a salir de forma ordenada. Envidio su fuerza, su capacidad para caer y levantarse con más fuerza, su capacidad para no perder nunca la esperanza, y esa sonrisa que tiene ahora, sabedor de su nueva victoria. Si un padre sirve para dar ejemplo, yo he tenido el mejor. Enhorabuena papá.

2 comentarios:

  1. Eso no es un padre David, es un SUPER-PADRE. dale la enhorabuena de mi parte y un beso para ti.

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  2. Gracias Eva, ya se lo he dicho, pero por repetirlo encantado.
    Un beso para vosotros.

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