viernes, 9 de noviembre de 2012

La casa de la abuela



Hay días en que de repente, te viene un olor a la mente, es un olor que no huele el olfato y que tan sólo se asienta en el cerebro, pero que siempre viene acompañado de un recuerdo muy grato. Entre el día lluvioso y la tarde plomiza, me llegó el olor de la higuera de la casa de mi abuela, sin saber ni como, viaje en unos segundos eternos y preciosos, a retazos de mi infancia en la casa de mi abuela, junto a su jardín, y a una higuera de higos negros dulces que jamás llegué a probar.


Eran recuerdos de una Zaragoza en blanco y negro, con barrios que estaban cerca del centro y donde salir de la ciudad, era salir a sus huertas y a la naturaleza. Todas las calles eran cortas y las avenidas parecían tremendas, pero siempre a la medida del paso, sus aceras se transitaban como verdaderos paseos y el coche sólo se cogía si llovía o si se salía a las afueras.


La casa de mi abuela estaba en la calle Pradilla número 11, a mitad del Paseo Cuellar, a ella íbamos con asiduidad los fines de semana, mi madre nos tomaba de la mano y nos conducía andando por Mariano Barbasán, hasta salir a San Juan de la Cruz, cruzar levemente el Paseo Sagasta y tomando el Paseo Cuellar nos parábamos en un quiosco verde con sus paredes de cristales forradas de paredes de tebeos que deborábamos y parecíamos leer sólo con ver la portada. Enfilábamos la calle Pradilla cuesta abajo, con avidez, sorteando el Mercado Cuellar y unos garajes para llegar a la libertad de la casa de la abuela.


La fachada era como de una casa antigua, pero normal, abrías la puerta y sobre el rechinar de ésta, se abría un largo y oscuro pasillo de baldosas entrelazadas como un mosaico y que algunas bailaban al paso de nuestros movidos pies. Al final, otra puerta, la que se abría a la libertad, de la oscuridad pasábamos a una gran luz de la que emergía el jardín de la casa de la abuela.

Pisábamos la primera baldosa y ya éramos libres, mi madre nos soltaba de la mano y comenzábamos a corretear por el jardín y por los pasillos con fuente de paredes encaladas con desconchones que caían al golpe de un balón perdido, como auténticos locos felices. Al fondo estaba la casa de la abuela, una casa de dos plantas en la que acogía a huéspedes escuchando a Elena Francis todas las tardes.


Al fondo a la izquierda estaba la higuera, con un tronco inclinado en su base, pero que luego se erguía hacia arriba con un toque aristocrático. A la higuera se subía mi hermano, trepando como un mono y escapándose de mis persecuciones, yo intentaba trepar, pero mi miedo a las alturas y alguna caída me hacían desistir rápido, por eso nunca le tuve cariño a esa higuera y desde entonces nunca me han gustado los higos.

Al fondo estaba la casa de la Vitoria, donde vivían una pareja mayor, más jóvenes que mi abuela, pero de aire seco y triste, propio de los que no tienen hijos queriendo y ven como el tiempo pasa. La Vitoria, a veces, nos veía jugar en el jardín, chillar y corretear de un lado para otro, nos miraba con cierto desdén, en una arrugada cara desde la que extraía el último aliento a un cigarro impregnado en su lápiz de labios, lanzaba la colilla al jardín y se retiraba hacia adentro con sus rulos y su bata marrón estampada, protegiéndose con la persiana enrollable de su puerta.

En el resto del jardín, rosas, palmas y parras, se acompañaban de hierbas varias sobre las que se escondían coches y soldados que dejábamos perdidos mientras jugábamos. Aquel jardín tenía dueña, era una tortuga vieja que se escondía nada más vernos llegar y que si era capturada, la llevábamos a pasillo abierto y la torturábamos dándole la vuelta o metiéndole tallos secos por los huecos de sus patas y la cabeza.


La abuela abría la puerta de casa y nos recibía como "ricuras" para a los dos segundos recriminarnos nuestras largas carreras y energía infantil. Aunque ella se parapetaba desde su saloncito, justo detrás de la ventana, arropada por su toquilla y bata de felpa celeste, apoyada en su mesa camilla con un mantel de ganchillo hecho por ella, en una oreja un viejo transistor y en la mano un pañuelo que escondía debajo de su manga después de usado.

Desde allí nos controlaba, aunque nosotros nos íbamos al otro lado, justo encima del portón que daba acceso a la bodega, un lugar escondido y que despertaba toda nuestra imaginación infantil y del que pensábamos habitaban monstruos y bichos salvajes de proporciones enormes.


Por dentro, la casa era sobria, desde la puerta se abría un pasillo que llevaba hasta una escalera por la que se accedía al piso superior, sus baldosas eran de triángulos rojos y verdes, que utilizábamos como si fuera un tablero para nuestros ejércitos de plástico. A la izquierda se accedía a una cocina, donde convivían un pequeño fogón de butano, con un hogar ya inutilizado pero muy grande, en ella se escondía un pequeño baño alacena de color negruzco y en el que cuando entrabas, ya estabas deseando salir.

A la derecha del pasillo el salón, justo enfrente, una mesita con una televisión en blanco y negro, forrada de toquilla en la parte superior y con una figura de la que colgaban bolas brillantes de finos alambres y que al moverlos, se agitaban de forma nerviosa. La tele era de sintonización lenta, y de las que necesitan un par de palmadas en el lateral para evitar la flecha que venía desde abajo hacia arriba. A su lado un armarito que fue cambiando de color dependiendo de la lata de pintura que quedaba libre, en su interior recuerdos y vajillas de otros tiempos. A la derecha la famosa ventana inspectora, un sofá de sky con sus respectivos ganchillos en sus brazos y un teléfono con candado.


Al final del pasillo, junto a un espejo con forma de sol, estaba la habitación de la abuela, a la derecha, lindando con el salón, era una habitación oscura, casi negra, de abrigos y batas colgados en un saturado perchero, olor a colonia de abuela, muebles viejos de maderas nobles, armario, cama, mesilla y taquillón, sobre éste, tapetes de ganchillo en un tono blanco roto, haciendo de alfombra a fotos de gente perdida y botes de cristal con perfumes que parecen tesoros.

Encima un cuadro de gran marco con una foto de toda la familia, una foto que a los ojos de un niño provocaba cierto pesar, una foto que hablaba de vidas antiguas y pequeñas historias, allí estaba mi abuelo al que nunca conocí, ya que murió siendo mi madre niña, me miraba con una sonrisa cómplice y me parecía que me quería guiñar un ojo, y yo pensaba que él estaba ahí, y que en cualquier momento saldría y me hablaría, pero por más que esperaba, no sucedía, y mi abuela me reclamaba para saber dónde estaba.


Salíamos al jardín y seguíamos jugando mi hermano y yo, tirados sobre el suelo y haciendo carreteras imaginarias sobre las que conducíamos nuestros coches de finas ruedas hasta que los perdíamos por la tierra del jardín. Sobre la pared había unas estanterías sobre las que se dejaban las macetas, cuando en verano sus flores le daban vida a las paredes, y las parras se tejían sobre las vigas de madera que hacían de porche y tejadillo. Allí gastábamos las horas soñando con ser Tarzanes o soldados abandonados en una selva de Borneo. Otros días mi padre nos llevaba al cine de Torrero, junto al Canal Imperial para ver Viriato o películas mil veces vistas de Charlton Heston.


Cuando acababa Elena Francis y la abuela acababa de chismorrear todo con mi madre, tocaba volver a casa, pensando en volver cuanto antes. De vuelta, nueva parada en el quiosco verde de los tebeos, y a mitad de camino, en San Juan de la Cruz, en una pastelería muy pequeña, cuyo escaparate era casi la puerta, si habíamos sido buenos, mi madre nos compraba unos rollitos de nata por los que nos volvíamos locos, que nos dejaban la cara blanca.

Ayer, me llegó ese olor a la higuera de casa de mi abuela, y por un momento eterno, volví a ser aquel niño, de pantalones caídos, descamisado y sonrisa traviesa. Por un momento, ese niño, volvió a sonreír correteando por la casa de la abuela que ya unas palas y un bloque de edificios borraron de la existencia.


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