miércoles, 19 de junio de 2013

Campanas con ecos de 73 años



Amanecía Leache con un cielo azul plomizo. El pueblo se desperezaba rápido, el ganado salía de las casas conducido por el pastor camino de la hierba del campo que el sol comenzaba a calentar. Empezaban pocas y acababan unas cuantas camino de la sierra. Las esquilas despertaban a los más dormilones. Pero en algunas casas el día ya había comenzado muy pronto. Ese 19 de junio de 1940 se casaban Máximo Goñi Moriones y Ángela Loperena Salinas, que atendía por Angelita. En sus respectivas casas, Casa Matías y Casa Sorraco, las mujeres llevaban un trajín frenético preparando todas las cosas.


Al tiempo, las campanas sonaban a boda en un miércoles de trabajo. Los que salían al campo sabían que su sonido les marcaría la vuelta a casa. Máximo tenía 36 años, algo mayor para lo que se estilaba, pero desde que sus brazos tenían fuerza en Casa Matías le habían enseñado lo duro que había que trabajar para conseguirlo todo. Tan sólo 150 años hacia atrás, los Goñi habían llegado a Leache de la inclusa de Pamplona y todo lo que tenían ahora lo habían ganado sudándolo en el campo. Sus hermanas Paulina y Visitación planchaban su ropa y almidonaban la camisa con el cariño propio del que sabía que era un día especial para su hermano.


Ángelita tenía 26 años, 10 menos que su futuro marido, y no tenía mucho descanso en casa, de luto por la muerte de su hermano Jesús tras volver de la guerra y con un padrastro inflexible, sabía lo que era trabajar como el que más. Ignacio Zabalza, su padrastro, prefería que se casase más tarde y no iba de buen grado a la celebración. Su madre, María Salinas, repleta de hijas no tenía otra que dejar hacer. El sol se fue adueñando del día y a las 12 del medio día, casi todo el pueblo y el cura, Higinio Sanz Sola, les esperaba en el atrio junto a la entrada de la iglesia, el lugar de sus pocas correrías de niños que por edad no habían compartido. Juntos pasaban por la puerta dispuestos a cambiar sus vidas.


Máximo siempre tenía una sonrisa, ni su padre, ni su madre asistieron a la celebración. El padre, Valentín había muerto en octubre del primer año de la guerra, y Nemesia, su madre, al poco de empezar diciembre del 1929. Sus dos hermanas y Casildo, su hermano pequeño no faltaron, y principalmente el último, se encargó de darle color a la fiesta. Acabó la ceremonia con flores que caían al suelo del atrio de las amigas, mientras los amigos de Máximo le destrozaban la espalda a cachetazos en abrazos exagerados, mientras le recordaban la noche que venía por delante.


Desde aquel día empezó una nueva vida, que por desgracia tan sólo iba a durar 13 años más para aquel labrador, de pelo negro y nariz chata, de apenas 1,62 de estatura, frente ancha y boca pequeña. En el durante tres hijos que tuvieron que tirar toda su vida de los recuerdos de su padre cuando eran pequeños. Hoy 73 años después, desde este rincón, todavía se oyen los ecos de las campanas que anunciaban su boda, que anunciaban mi futura existencia.

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